jueves, 13 de marzo de 2014

Mentiras piadosas

     


       La lluvia de esta tarde me ha puesto melancólica. Mis gatos se mojaban en la terraza, y me ha venido a la cabeza una cosa que me pasó hace muchos años y que siempre, aunque intento olvidar, de vez en cuando vuelve a mí sin poder evitarlo. Un pecado muy grave que cometí. 

     Quizás a alguien mi historia le dé para pensar, y si no, para haber perdido el tiempo con mis tonterías. La historia es de cuando trabajaba en la residencia. Trajeron a una mujer no muy mayor con la cadera rota. Por todo equipaje, una bolsa de la compra casi vacía, y la llave de su casa en el bolsillo, de la cual no quería desprenderse. Una noche la oí llorar, fui a su habitación, y llorando me contó su pena: Estaba lloviendo, y se acordaba de su gato, que llevaba solo en casa más de una semana. 
      Yo, con el corazón encogido, le pregunté si no tenía a nadie que fuese a verlo, y me respondió que ni siquiera tenía quien fuese a verla a ella. Estaba sola en el mundo. Le dije que si quería, yo podía hacerme cargo del gato (por supuesto, sin que nadie del trabajo supiera que estaba interviniendo en la vida personal de un paciente), y ella me entregó la llave intentando darme besos en las manos. 
      Al día siguiente fui, y me encontré que en la dirección que ella me había dado había una obra. Habían tirado la casa abajo. Antes de entrar a trabajar, pregunté discretamente a quien sabía que me informaría, y me contaron su historia: La habían llevado allí dos cuñadas. Su esposo había muerto hacía años. No tenían hijos. Seguí indagando. Ella había llegado a la isla hacía muchos años, casi niña, para trabajar. No tenía familia, y su jefe, un campesino adinerado, se enamoró de ella y se casaron. La familia no la aceptó. Que se había casado por dinero, que si forastera, que si muerta de hambre... el matrimonio acabó por mudarse a otro pueblo. 
      Pero la familia política le hizo el vacío, como si ella no existiera, hasta el punto de que, el día que la suegra murió, las cuñadas llenaron de familiares de segundo grado el primer banco del funeral y le pidieron a ella que se pusiera más atrás. Para el hombre, aquel dolor fue demasiado, y se pegó un tiro con su escopeta de caza pocos meses después. 
      Pasaron diez años, en los que las cuñadas esperaron pacientemente. Y llegó aquel día, el que la mujer se rompió la cadera. La abandonaron en el hospital, vendieron la casa (que estaba a nombre de su hermano, no sé con qué legitimidad), y allí entraba yo. Evité a la señora dos días, pero al tercero, me atreví al fin a enfrentarme a ella: Le dije que su gato estaba a salvo en mi casa, conmigo. La desgracia quiso que su estado se complicara, y cada día fue empeorando. Supongo que, simplemente, no quería vivir. Y cada día me preguntaba por su gato, y yo le mentí hasta el final. Pero el Karma, el maldito Karma, se volvió contra mí. Y veo su historia reflejada en mi propia vida. No quiero creerlo, pero en días como hoy, me invade el recuerdo y la mentira me duele. Quizás sí que me merezco saber qué se siente cuando te conviertes en cómplice de la maldad... aunque no sea justo que haya víctimas inocentes que sufren sin que los celos y el odio absurdo dejen ver cuánto daño hacen sin distinción, sin pensar en las consecuencias... 
      Un consejo, cuidad a los vuestros y aprended de lo que ya está escrito.

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