miércoles, 1 de mayo de 2013

El fantasma de la residencia 5


   


No sé si es prudente decirlo, pero como todo aquello pasó hace tanto y ya no existe, me arriesgaré. Con tantas cosas raras como estaban ocurriendo, la verdad es que todas teníamos ya miedo al turno de noche. Nadie quería quedarse sola, y menos aún en el Pabellón A. Así lo comunicamos a la dirección, y para nuestra sorpresa, se hizo la vista gorda con la condición de que no pasara una sola hora sin hacer una ronda completa. Eso nos suponía más trabajo, pero nos dio igual con tal de no perder de vista a la compañera.
     Una noche, nada más empezar el turno, nos llamó una auxiliar que había estado en el turno de tarde. Habían cometido, ella y otra más, una pequeña imprudencia. En los dominios de uso exclusivo de la Señorita Rottenmeyer, estaba el que llamábamos “el Corte Inglés”. Era una habitación en la planta baja, en algún lugar a medio camino entre la capilla, los despachos y la cocina. Se podía acceder a ella desde varios sitios. Allí había un almacén atestado de ropa de todo tipo, clasificada escrupulosamente por Rottenmeyer en tallas, sexo, colores y estaciones del año. Pero sólo ella tenía el poder de decidir qué y cuándo nos daba una prenda para alguien que la necesitaba. Ahora es gracioso recordarlo, pero casi era necesario hacer una instancia al ayuntamiento para conseguir unos calcetines o un jersey habiendo allí cientos apolillándose. Así que como nosotras éramos unas mujeres valientes y decididas, de vez en cuando, cuando Rottenmeyer se tomaba un corto descanso en su casa (a cincuenta metros de la residencia), pedíamos permiso y cogíamos algo que hacía falta con urgencia. Por supuesto, la directora estaba al corriente, ya que precisamente accedíamos al “Corte Inglés” desde su mismo despacho. Sólo que nos ahorrábamos los largos trámites burocráticos de la “jefa”.
     Por lo que nos contó la compañera, habían hecho eso, pero cuando iban a salir, oyeron los pasos de alguien acercándose,  y temieron que fuera Rottenmeyer, así que huyeron hacia otra salida por la cocina. Pero como no querían que las vieran con los pantalones que habían ido a buscar, o quizás por el miedo, no recuerdo el motivo, soltaron los pantalones en el despachito de Rottenmeyer, que a ésas horas no debería estar allí, y se fueron pitando. Sólo al acabar el turno recordaron los dichosos pantalones. Si la “jefa” descubría que nos metíamos en sus dominios cuando no estaba allí se iba a armar una gorda. Por eso la chica nos llamó por teléfono. Por el bien de todas, deberíamos entrar y coger el pantalón acusador.
     Mi compañera, que estaba muerta de miedo con todo aquello, le dijo de todo lo que no está escrito por teléfono. Recuerdo que era famosa por su carácter, que más que amenazante, nos hacía reír por sus gestos, pero en aquel momento no me dio ninguna risa.
     Sólo dijimos que lo pensaríamos, aunque yo decidí que en cuanto colgara el teléfono, asunto olvidado.
     No sé si fue casualidad. Al tocar las tres en el reloj de carillón que había a la entrada del Pabellón A mi compañera y yo nos encontrábamos justo frente a la puerta del despachito, y reímos del susto. Entonces nos miramos, y ella sacó de su bolsillo el manojo de llaves de la residencia. Le sonreí yo también y negué con la cabeza. Pero se impuso la sensatez, teníamos que entrar y sacar los pantalones. Era una tontería. Abrir la puerta, encender la luz, localizar el objetivo, apagar la luz y cerrar de nuevo con llave. Era fácil.
     Y tanto, que ella me alargó el manojo y me dijo que yo delante. Nos encontrábamos a medio metro escaso una de otra. Las dos manos alargadas, y una voz, un susurro que no sé cómo explicarlo, pero no era un susurro, sino un grito en voz baja, se interpuso entre las dos. Como una presencia. Allí no había dos personas en medio metro del espacio, sino tres. La voz dijo claramente:
     -¡¿Qué hacéis aquí?! ¡ Fuera de aquí!
     Lo que siguió fue muy rápido. Mi compañera fue muy rápida. Visto y no visto, se había esfumado. Me encontraba sola y sembrada en el sitio. Un soplo helado me rozó la nuca y me movió el pelo. Entonces reaccioné de golpe, llamando a mi compañera mientras corría hacia la capilla. Pero ella, que tenía las llaves, ya había abierto y estaba casi en la calle, preguntándome a gritos que si yo había oído lo mismo que ella. Le pregunté qué había oído. Y si, no había sido una alucinación. Volvimos a entrar, ella se negaba a volver al Pabellón A, así que yo me adentré y fuí a comprobar que no hubiera sido alguna residente levantada. Todo estaba tranquilo y dormido. Las dos estamos convencidas de que nadie nos creyó nunca. Pero no entramos a recoger el bendito pantalón.
     

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