martes, 30 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 4


     Acabo de contar la parte más escalofriante de las cosas que pasaron en aquella residencia. Hasta mucho después, no supe, ni yo ni muchas otras compañeras de las que llevábamos menos tiempo allí, que a la señora del camisón azul la conocían en aquellos pasillos desde hacía años. Al cabo de unos días, una veterana auxiliar me pidió que le contara la historia, y al acabar me dijo que llevaba mucho tiempo sin pensar en ello, que se decía a sí misma que había sido una pesadilla hasta que pudo arrinconarlo en su cabeza, pero que hacía unos quince años, a ella le había pasado exactamente lo mismo. Lo de la tormenta que sólo estaba en el Pabellón A, era algo que muchísimas auxiliares y monjas habían experimentado, y a la mañana siguiente siempre al contarlo se quedaba todo en suspenso y la gente callaba y ya no hacía comentarios. Parecía que esa tormenta era lo que ocurría justo antes de que el fantasma se apareciera. Por supuesto, la voz corrió por todo el lugar.
     Muchos residentes preguntaban por el escándalo de aquella noche. El capellán de la residencia, un viejo misionero al que asignaron la residencia como hogar y parroquia tras cuarenta años en el Perú, como él decía, me contó que muchas noches, cuando subía a su habitación después de rezar en la capilla, había visto a la mujer acercándose por el pasillo y sonriéndole con expresión demoníaca. La primera vez la mujer se acercó lo bastante como para ver sus ojos negros, porque creyó que era alguna monja que había salido de sus habitaciones y se quedó parado para preguntarle si pasaba algo. Ese día no atinaba ni con la llave para entrar, y con la cabeza baja estuvo rezando a la Virgen para que lo protegiera, hasta que al cruzar la puerta, la mujer de azul estuvo tan cerca de él que se le erizaron los pelos de todo el cuerpo y sintió un frío que casi lo dejó paralizado. Cerró con llave y el frío pasó. A partir de esa noche, la había visto cuatro o cinco veces más. El ya salía al pasillo con la vista fija, y si la veía, bajaba la cabeza rezando y corría a su puerta sin mirar atrás.
     Tanto él como las auxiliares más antiguas decían que las monjas siempre habían bromeado con el asunto, porque cada cierto tiempo, cuando eran ellas quienes hacían las guardias nocturnas alguna había visto el fantasma. Y la tormenta. Pero eran conversaciones en voz baja tras la puerta de la cocina, o en el office,  casi en el tono de quien cuenta un chiste o un rumor; nunca se hubiera confesado a nadie de fuera.
     La extraña presencia no sólo se paseaba por el pabellón antiguo. Una noche, mientras hacíamos la ronda de los asistidos, una señora a la que estaba dando un yogur me preguntó que quién era la chica que había detrás de mí. Yo creí que sería mi compañera, me volví y no había nadie. Se lo dije, y me respondió que no, que ella esa noche había visto a tres auxiliares, a nosotras dos, y a otra mujer que iba detrás y que ya era la segunda vez que se asomaba a su puerta. Mi nueva compañera de turnos de noche era una chica joven y asustadiza, así que preferí callarme y no pensar en ello.
     Otro día, al llegar por la mañana, nos encontramos a todas escuchando a las dos que habían pasado la noche. Sobre las tres de la madrugada, estaban en el office del Pabellón B tomando café y escribiendo partes. La habitación contigua estaba ocupada por un señor que dormía plácidamente y nunca solía despertarse. La puerta estaba casi cerrada para que no le llegara la luz del pasillo. Las chicas lo oyeron murmurar, pero comentaron que debía estar soñando en voz alta. De repente, el hombre empezó a dar gritos, y oyeron ruido de puertas y golpes. Se levantaron de un salto, y justo al ir a entrar, la puerta del cuarto se cerró en sus narices. Ellas se empujaron una a la otra en dirección al office, aterradas y sin pensar en lo que hacían. Cerraron con el pestillo y llamaron a la policía, diciendo que había alguien en una habitación, y que corriesen lo más que pudieran. Hasta que no llamaron a la puerta diciendo que eran ellos no se atrevieron a salir, bajando las escaleras atropellándose una a la otra hasta que tuvieron a los agentes a su lado. Al llegar al cuarto, la puerta aún estaba cerrada. Abrieron, y se encontraron al pobre hombre despierto, las luces encendidas y los grifos del lavabo y la ducha abiertos. La policía buscó durante una hora por todas partes, preguntaron, dudaron de ellas, y la cosa se quedó en que algún residente habría sido el causante del susto. Aunque las chicas estaban seguras de que nadie se había podido mover de sus camas en aquella zona, y menos entrar en la habitación sin pasar por delante del office sin haber hecho ruido.
     Al fondo del pasillo del Pabellón B, tanto en la planta baja como en el piso había unas puertas blindadas de esas antiincendios. Era zona de paso del personal, tras ellas, en el primer piso se encontraban los vestuarios, y en la planta baja el pequeño tanatorio y una barrera exterior con una rampa destinada al triste fin; la salida final de los residentes. Esas pesadas puertas se abrían empujando y se cerraban solas más o menos lentamente. Siempre acababan con un portazo: ¡BLONG!
     Desde el día en que ocurrió lo de la mujer fantasma, era habitual que en cualquier momento de la noche, estando donde estuvieran las auxiliares se oyera el ¡BLONG! de la puerta. Si de día también ocurría no podía saberse, ya que continuamente había gente transitando por la escalera, pero por las noches era otra cosa. En la planta baja, el señor que ocupaba la habitación contigua a esa puerta, llamó muchas veces, y se quejó de día a la dirección, de que por la noche una mujer, (que ahora he pasado por alto el detalle de describir), entraba a las tantas por ahí, según él proveniente de la salida a la calle por el tanatorio, y pasaba por su puerta como una exhalación con el correspondiente portazo. El sólo la veía pasar de espaldas, dada la posición de su cama respecto a la puerta, y la llamaba muchas veces pero la mujer seguía su rápido y silencioso camino sin responder.
     La mujer que describía el señor era una auxiliar, la más veterana de todas, que trabajaba allí desde el principio de los tiempos, cuando aquella residencia era hospital y maternidad. Era una especie de gobernanta que reinaba sobre el edificio con la confianza de quien se encuentra dirigiendo su propia casa. Nadie le había dado tal título, pero era indiscutible que el auténtico capitán de aquel viejo barco no era una directora municipal, ni un regidor, ni una jefa de enfermeras, sino ELLA. La llamaremos cariñosamente; y lo digo de corazón por el respeto que me merece, la Señorita Rottenmeyer.
     Aunque es parte importante del asunto hablar sobre ella, nunca creímos que fuese la mujer que decía ver aquel señor de madrugada.

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