viernes, 19 de abril de 2013

María 3

                                       




                                                     
                                                           EL DIARIO DE MARIA 1981

He encontrado un cuaderno para escribir esto. En realidad, lo he cogido prestado de un cajón de la cocina. He visto cómo la Madre metía tres libretas nuevas en el cajón de los recibos, y cuando me he encontrado sola, he cogido ésta. Aún estoy un poco atontada. Será por los medicamentos. No quiero pensar. Vago por el hospicio como un alma en pena y nadie me mira. Todo el mundo baja la vista cuando pasan por mi lado. No quieren mirarme, no quieren verme, mejor. No soportaría aún las frases de consuelo, la compasión, la pena. Mi pena me ahoga lo suficiente como para no aceptar la de nadie más. Tengo sueño, pero quiero escribir. Yo tenía un diario. Lo dejé en Perpignan. Espero que nadie lo encuentre. La señora lo debió tirar con todas las demás cosas que dejé. ¿Cuánto hace que salí de Perpignan? Creo que hace mil años. O mil días. Ahora no importa. Me estoy durmiendo.
     
     He abierto los ojos, en mitad de la noche, sabiendo que no estoy sola. He sentido su presencia. El olor a tabaco en su ropa llega hasta mí. Está cerca. Intento sentarme en la cama, pero él me empuja y me vuelve a tumbar. Se sienta en la cama. Me está mirando, en la oscuridad me mira. Oigo el susurro de ropa, un leve movimiento, y la ropa de cama se levanta. El se tiende a mi lado y empieza a tocarme. No, no, déjame. Pero no lo hará. Jamás me dejará en paz.
     Al amanecer, antes de que ningún otro ruido despierte a los demás, él se levanta y se marcha. Yo sigo cabalgando las olas del sueño. Por fin, un sonido me desvela y me saca del letargo del que no quiero salir. Fabien, mi pequeño. Se acerca a mi cama y me llama dulcemente:
     -María...María...
     Aparto las sábanas, mi pequeño salta y me empieza a hacer cosquillas. Al oír las risas, Rose se une a nosotros. Con los niños pegados a mi camisón, me dirijo al baño. Me lavo la cara. Me froto los ojos. Y una punzada de dolor me retuerce el alma. Para apartar el dolor hablo en voz alta a los niños. Empiezo a poner orden, hay que lavarse, vestirse y desayunar. Ellos me obedecen. Durante el desayuno, Charles lee el periódico y no dirige la vista a nadie. Anne regaña a los pequeños si se levantan, y me da las instrucciones para la compra y el almuerzo. Luego, nos levantamos de la mesa todos al mismo tiempo. El matrimonio, en silencio, sin dirigirse la palabra, bajan al estanco para empezar un nuevo día de trabajo, y yo recojo la cocina y me dispongo a salir con los niños.
     Cuando el aire fresco me golpea con suavidad, doy gracias por estar aquí. Pese a todo, pese al señor. Al fin y al cabo fue él quien me abrió su puerta aquella terrible noche. Una noche eterna, que había empezado en España, con una guerra y un billete de barco para huir hacia la península desde mi pequeña isla, y más arriba, hacia Francia. Sólo tenía eso en la mente. Todo lo demás debía borrarlo. Mi familia muerta, mi marido desaparecido hacía un año. El soldado francés que me encontró llorando en la estación, incapaz de saber qué debía hacer a continuación, y que a cambio de todo mi dinero me prometió llevarme a su tierra. El vagón de tren atestado de hombres. Voces francesas. Yo escondiendo el rostro en el cuerpo de mi salvador. El pago, sentir sus manos ásperas y heladas sobando mi cuerpo en la oscuridad. Los demás soldados lo sabían, o lo sospechaban, pero ninguno hizo nada. Oía risas ahogadas. Sólo esperaba no morir en ese vagón que apestaba a sudor rancio y a animales, cuando unas sacudidas me despertaron. Aún no comprendo cómo me pude dormir, pero estaba tan cansada que casi no distinguía entre estar despierta y dormida. Al fin y al cabo, eso no podía ser más que una pesadilla. En su mal castellano, el soldado me dijo que antes de llegar, tenía que saltar del vagón. Estábamos en Francia, estoy a salvo, me repetía. Dos hombres le ayudaron a abrir la puerta. Yo intenté gritar, pero él me tapó la boca. Me miró a los ojos, y en su mirada suplicante vi algo que me obligó a aflojar la fuerza de mi mandíbula. El apartó lentamente la mano de mi boca y me sonrió. Dulcemente me besó en la frente.
     -”Buena suerte, señorita.”- Y me ayudó a prepararme para saltar.

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