lunes, 29 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 3





     Era una noche de enero. Mi compañera me explicó que haríamos el trabajo juntas y luego, cada una se quedaría de guardia en un pabellón. También me dijo que dado que en “nuestro” pabellón había más llamadas y yo aún no tenía mucha experiencia, sería mejor que me quedara en el A, donde no solía pasar nada. En caso de que una necesitara a la otra, en los respectivos office había un teléfono con intercomunicador. El office del A estaba en el primer piso, y una empinada escalera comunicaba con la cocina grande de abajo. La habitación de descanso del personal de guardia (yo, aquella noche), estaba a su izquierda. Tenía dos grandes ventanas que daban al huerto, un armario empotrado, un sofá-cama y un cuarto de baño.
     Dejé mis cosas sobre el sofá, y juntas hicimos la ronda y trabajamos en la farmacia hasta que, sobre la una de la madrugada, acabamos de preparar los medicamentos de la mañana siguiente y Eugenia me dijo que se iba a descansar, que a las tres y media fuese a buscarla y haríamos la segunda ronda. Subí al piso por la escalera,  que acababa en una especie de recibidor con una puerta que para mí aún constituía un misterio, la de acceso a las habitaciones de la Comunidad. Como velando por ella, en un pedestal en una esquina entre dos sofás y una mesita baja, había una estatua a tamaño natural de una santa con los ojos vueltos al cielo. Pasé por delante sin mirarla, y me dirigí a mi salita de guardia  que se encontraba a medio pasillo, donde estaban la mayor parte de los residentes más autónomos. Oía la tele de los que se habían dormido con ella encendida, ronquidos, algún susurro que identifiqué como una anciana sorda que siempre hablaba sola...
     Lo primero que hice fue ir al baño. La luz de aquel baño, nunca lo olvidaré, era como en las pelis de miedo, un fluorescente que zumbaba y se medio apagaba y encendía en décimas de segundos, lo que pone los nervios de punta a cualquiera que esté haciendo un pis a las tantas de la madrugada.  Bien pensado, o a las doce del mediodía. Cuando estabas sentada, a la izquierda había una pequeña bañera de ésas antiguas con asiento escondida tras una cortina blanca de flores rosas. Nunca supe por qué, pero cada vez, antes de sentarme en la taza, algo me obligaba a descorrer la cortina para poder ver la bañera. Recuerdo haber comentado con más compañeras, mucho más adelante, que a todas les pasaba lo mismo. Daba igual que entrases a lavarte las manos. La cortina siempre la encontrabas echada... y una sensación de que había alguien más allí dentro te invadía. No creo que nunca nadie haya cerrado la puerta de ese baño por ningún motivo por “privado” que fuese. Apagué el dichoso fluorescente, y saqué del armario una almohada y una manta, me arrellané con un libro y un paquete de galletas, y cuando estaba acomodada ví que había dejado la puerta abierta. Me volví a levantar, y la dejé entrecerrada con una cuña de madera que había en el suelo, lo justo para oír pero que no me vieran tumbada los que pudieran pasar por delante. Las persianas de las ventanas estaban abiertas, nadie las había cerrado al caer la noche. Pegué la nariz al cristal, y ví una lluvia fina y silenciosa sobre la negra noche. Me volví a colocar y cogí mi libro. Pronto el sueño empezó a vencerme. Cada vez llovía más fuerte, lo que estaba oyendo era un auténtico aguacero. También estaba muerta de frío. Sentía una corriente de aire helado rozando mi cara. Tenía mucho sueño, pero a la vez pensaba que tendría que levantarme y dar una vuelta para entrar en calor. Entonces, un sonido sobre mi cabeza me hizo saltar y tirar al suelo libro, manta y galletas. El cristal se había abierto, la fuerza de la tormenta y las persianas sin cerrar habían hecho ceder el sencillo pasador. La lluvia y el viento estaban empapando el sofá y el suelo. Como pude, agarré las persianas tirando con todas mis fuerzas y conseguí cerrarlas. Después los cristales. Estaba tiritando y empapada hasta el pelo. Me di la vuelta para comprobar qué más se había mojado, y entonces la vi.
     Era una mujer de edad indefinida. Estaba sentada a los pies del sofá-cama. Y me sonreía. Llevaba un camisón azul claro y el pelo era rubio y liso. Yo no conseguía reaccionar. No me creía lo que estaba viendo, pero debió ser sólo un segundo, tal vez dos, porque esa sonrisa me sacó de la confusión. Era una sonrisa MALA. Como si se burlara de mí. Y sus ojos, ¡Dios mío!, nunca los olvidaré, eran totalmente negros. Entonces empecé a gritar tapándome la cara. Por suerte, aún algo debía funcionar en mi cabeza, algo que me dijo que no cerrara los ojos. Los abrí, y mi primer instinto fue ir hacia el fondo de la habitación, hacia el baño. Al hacerlo, y todo ocurrió muy rápido, vi que ella estaba en pie, con la misma expresión, pero dejaba un resquicio entre el sofá y la puerta por donde pasé como un rayo hasta plantarme en medio del pasillo dando unos alaridos que aún me avergüenzan. Me había sacado los zuecos, y al salir me golpeé los dedos del pie con la puerta atrancada por mí misma. Cuando lo pensé más tarde, tampoco había espacio suficiente para sortear a la mujer, así que imagino que debí empujarla al salir, pero no recuerdo que ella estuviera entre la puerta y yo. Es que ya no estaba cuando salí del maldito cuarto.
     Por el final del interminable pasillo, Eugenia se acercaba a paso rápido repitiendo mi nombre. Pero yo empecé a dar pasos hacia atrás al verla. La mujer del camisón azul caminaba junto a ella. O mejor dicho, flotaba, porque por debajo del camisón no veía piernas ni pies. Me dijeron que todos los residentes estaban mirándonos, pero yo sólo recuerdo estar en medio del porche amenazando con correr hacia la calle y gritando a Eugenia que LA TENIA AL LADO.
     Lo siguiente que recuerdo es el flash que me hizo salir de ese trance. La lluvia. La tormenta. Allí, en el patio delantero, ante la capilla, y con mis pies cubiertos sólo con los calcetines, caí en la cuenta de que no estaba lloviendo. El suelo estaba completamente seco, la noche despejada, y hacía mucho menos frío del que yo había sentido en la habitación de guardia con calefacción central. El resto de la noche la pasé con Eugenia, entre cafés y confesiones sobre secretos de aquel lugar.

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