jueves, 25 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 2




Al principio me chocaba un poco el sistema de trabajo en la residencia. Se dividía ésta en dos partes, llamados Pabellón A y Pabellón B.
     El pabellón B, donde yo estaba, era el ala izquierda mirando desde la calle. Estaba recién reformado, con ascensor para subir al piso donde se encontraban los residentes asistidos, y en la planta baja, además de habitaciones nuevas, estaban las oficinas y una sala de estar para los ancianos. El personal era alegre y el ambiente relajado.
     La división entre pabellones lo ponía la capilla, con su porche de cemento irregular, sus tres arcos, y la penumbra al otro lado de un gran portón de madera noble indicaba el paso al Pabellón A, la zona antigua y sin reformar desde el año de su construcción. Al entrar, inevitablemente me invadía olor a convento, a enfermería y a cocina. Porque por éste orden, lo primero con lo que te topabas era con una amplia y elegante escalera de mármol que subía a la izquierda, directamente a la comunidad de las Hermanas, con un pasamanos de madera maciza torneado de una belleza sencilla y rotunda. Plantas de interior de grandes hojas oscuras, y a la izquierda del portón un extraño mueble que atraía la atención de cualquiera que lo viera por primera vez. Era una centralita telefónica, de madera, con las clavijas de cobre y accesorios de porcelana, un auténtico tesoro en perfecto estado de conservación. Bajo la escalera, una pequeña y sencilla puertecita con un cristal translúcido daba a los pasadizos y recovecos escondidos del pabellón, y de ahí salía luz del día, ya que comunicaba con el jardín trasero. Al empezar a andar hacia el fondo del pabellón, a izquierda y derecha se encontraban la enfermería y la farmacia, y de ahí provenía el olor a alcohol, insulina, yodo y algo más de fondo, algo no agradable en absoluto. Es justo decir que había también un baño en la puerta contigua. Algunas habitaciones dispuestas al azar,que supe más tarde que inicialmente habían estado destinadas a los hospiciados más poco afortunados. Eran viejas, estropeadas y deprimentes. Camas de hierro oxidadas, cortinas apolilladas y olor a humedad. Las ventanas cerraban mal y entraba el frío de la noche. No estaban numeradas ni nada de eso. Había que saber qué puerta correspondía a una habitación y cuál al cuarto de costura, o a un aseo, o al refectorio de las monjas, que por esos días usaba el personal en general como office, y al estar sentada merendando te daba la impresión de haber dado un salto en el tiempo. Como curiosidad, también se había ofrecido por el ayuntamiento a los servicios del 061 para sus comidas, que se preparaban por las eficientes y magníficas cocineras, las cuales siempre se quejaban por tener que estar todo el día calentando platos o preparando bocadillos para todo el pueblo. Eran otros tiempos, y sólo han pasado doce años, ¡madre mía!
     En un rincón de la cocina, una puerta de no más de un metro y medio de altura bajaba a un sótano. Las cocineras temían ese sótano, porque extraños sonidos salían de ahí, el interruptor de la luz debía ser una antorcha, porque ni se sabía si había, y el suelo estaba cediendo (con gran peligro para una persona que llevara en las manos una gran olla de comida hirviendo, por ejemplo). También había cedido el suelo a lo largo del pasillo principal del pabellón. Unas baldosas estaban levantadas, otras hundidas, muchas rajadas... y los tropezones eran frecuentes, aunque nadie hacía un drama de ello.
     Si me entretengo tanto en contar los detalles de las enormes diferencias estructurales de los dos lados de la residencia, es para que entendáis que éstos se extendían al personal y a los residentes mismos. En el Pabellón A seguían habitando personas con problemática social, sin recursos, y muchos, la mayoría de ellos, desde tiempos inmemoriales. Era su hogar. Las auxiliares también daban la impresión de llevar allí siglos, ejerciendo más de gobernantas de hotel que de otra cosa. Lo mismo podía decirse del personal de cocina, que formaba parte de ese círculo invisible que rodeaba al hospicio original. Ellas seguían nombrando a las monjas como si fuesen a volver cualquier día, circulaban por el piso superior con sigilo, ya guardando ropa de invierno, ya sacando objetos que les hicieran falta, no sé, una lámpara, una cacerola, un televisor para reemplazar otro que se había estropeado. A las auxiliares del Pabellón B nos trataban con algo de despectiva indiferencia, ellas siempre tenían secretitos, rumores y conversaciones privadas que se interrumpían en cuanto nosotras aparecíamos. Era una rivalidad, a fin de cuentas, pero extraña y sin sentido. Nuestros horarios eran diferentes, y ellas, que sólo eran tres en total, dos por la mañana y una por la tarde, estaban exentas de hacer turnos de noche. Por un lado, nos parecía injusto que sin un motivo justificado fuera así, y por otro, lo que nos parecía más injusto era tener que ocuparnos dos personas durante la noche de vigilar la residencia entera, porque cuando estábamos en un pabellón podía declararse un incendio o una tercera Guerra Mundial en el otro sin que nos enterásemos. Además, para nosotras era el Territorio Desconocido, el que sólo pisábamos de noche, cuando las sombras, sonidos y silencios le daban un aire fantasmal que nos sobresaltaba cuando alguien nos llamaba desde uno de los anticuados timbres para pedir una aspirina o una pastilla de dormir. Entonces se producía una situación muy cómica. La “central” de los timbres del Pabellón A estaba en el piso superior, y si por casualidad lo oíamos desde abajo, teníamos que subir e ir al dichoso aparato a descifrar el número de habitación, que como he dicho antes no estaban numeradas en ningún sitio, o sea, que íbamos de puerta en puerta a ver quién tenía una luz encendida o estaba haciendo algún ruido para entrar y preguntar si querían algo o habían llamado al timbre.  Aunque lo normal era que llamasen mientras estábamos en el Pabellón B. Por supuesto, no nos enterábamos, y a la mañana siguiente siempre resultaba que había habido alguna “urgencia” y nadie había acudido, y ahí empezaban las habladurías de que las auxiliares de noche se pasaban el turno durmiendo y no iban al Pabellón A para nada. Y la verdad es que si alguna vez hubo una urgencia real, estaban todos tan pendientes unos de otros que en un segundo ya oíamos el vocerío de residentes llamándonos, no siempre de forma amable, por supuesto.
     Espero haber descrito el cuadro de forma más o menos comprensible.
     En pocas palabras, allí había un micromundo anclado en el pasado, un agujero en el tiempo, y pasabas de uno a otro cuando cruzabas por delante de la capilla y sus tres arcadas desde donde podías contemplar una vista general de la mayor parte del pueblo. Esa era la sensación que tenía yo todos los días, y, sobre todo, por las noches.
     Mi primer turno de noche en la residencia fue una experiencia que jamás olvidaré.

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