martes, 30 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 4


     Acabo de contar la parte más escalofriante de las cosas que pasaron en aquella residencia. Hasta mucho después, no supe, ni yo ni muchas otras compañeras de las que llevábamos menos tiempo allí, que a la señora del camisón azul la conocían en aquellos pasillos desde hacía años. Al cabo de unos días, una veterana auxiliar me pidió que le contara la historia, y al acabar me dijo que llevaba mucho tiempo sin pensar en ello, que se decía a sí misma que había sido una pesadilla hasta que pudo arrinconarlo en su cabeza, pero que hacía unos quince años, a ella le había pasado exactamente lo mismo. Lo de la tormenta que sólo estaba en el Pabellón A, era algo que muchísimas auxiliares y monjas habían experimentado, y a la mañana siguiente siempre al contarlo se quedaba todo en suspenso y la gente callaba y ya no hacía comentarios. Parecía que esa tormenta era lo que ocurría justo antes de que el fantasma se apareciera. Por supuesto, la voz corrió por todo el lugar.
     Muchos residentes preguntaban por el escándalo de aquella noche. El capellán de la residencia, un viejo misionero al que asignaron la residencia como hogar y parroquia tras cuarenta años en el Perú, como él decía, me contó que muchas noches, cuando subía a su habitación después de rezar en la capilla, había visto a la mujer acercándose por el pasillo y sonriéndole con expresión demoníaca. La primera vez la mujer se acercó lo bastante como para ver sus ojos negros, porque creyó que era alguna monja que había salido de sus habitaciones y se quedó parado para preguntarle si pasaba algo. Ese día no atinaba ni con la llave para entrar, y con la cabeza baja estuvo rezando a la Virgen para que lo protegiera, hasta que al cruzar la puerta, la mujer de azul estuvo tan cerca de él que se le erizaron los pelos de todo el cuerpo y sintió un frío que casi lo dejó paralizado. Cerró con llave y el frío pasó. A partir de esa noche, la había visto cuatro o cinco veces más. El ya salía al pasillo con la vista fija, y si la veía, bajaba la cabeza rezando y corría a su puerta sin mirar atrás.
     Tanto él como las auxiliares más antiguas decían que las monjas siempre habían bromeado con el asunto, porque cada cierto tiempo, cuando eran ellas quienes hacían las guardias nocturnas alguna había visto el fantasma. Y la tormenta. Pero eran conversaciones en voz baja tras la puerta de la cocina, o en el office,  casi en el tono de quien cuenta un chiste o un rumor; nunca se hubiera confesado a nadie de fuera.
     La extraña presencia no sólo se paseaba por el pabellón antiguo. Una noche, mientras hacíamos la ronda de los asistidos, una señora a la que estaba dando un yogur me preguntó que quién era la chica que había detrás de mí. Yo creí que sería mi compañera, me volví y no había nadie. Se lo dije, y me respondió que no, que ella esa noche había visto a tres auxiliares, a nosotras dos, y a otra mujer que iba detrás y que ya era la segunda vez que se asomaba a su puerta. Mi nueva compañera de turnos de noche era una chica joven y asustadiza, así que preferí callarme y no pensar en ello.
     Otro día, al llegar por la mañana, nos encontramos a todas escuchando a las dos que habían pasado la noche. Sobre las tres de la madrugada, estaban en el office del Pabellón B tomando café y escribiendo partes. La habitación contigua estaba ocupada por un señor que dormía plácidamente y nunca solía despertarse. La puerta estaba casi cerrada para que no le llegara la luz del pasillo. Las chicas lo oyeron murmurar, pero comentaron que debía estar soñando en voz alta. De repente, el hombre empezó a dar gritos, y oyeron ruido de puertas y golpes. Se levantaron de un salto, y justo al ir a entrar, la puerta del cuarto se cerró en sus narices. Ellas se empujaron una a la otra en dirección al office, aterradas y sin pensar en lo que hacían. Cerraron con el pestillo y llamaron a la policía, diciendo que había alguien en una habitación, y que corriesen lo más que pudieran. Hasta que no llamaron a la puerta diciendo que eran ellos no se atrevieron a salir, bajando las escaleras atropellándose una a la otra hasta que tuvieron a los agentes a su lado. Al llegar al cuarto, la puerta aún estaba cerrada. Abrieron, y se encontraron al pobre hombre despierto, las luces encendidas y los grifos del lavabo y la ducha abiertos. La policía buscó durante una hora por todas partes, preguntaron, dudaron de ellas, y la cosa se quedó en que algún residente habría sido el causante del susto. Aunque las chicas estaban seguras de que nadie se había podido mover de sus camas en aquella zona, y menos entrar en la habitación sin pasar por delante del office sin haber hecho ruido.
     Al fondo del pasillo del Pabellón B, tanto en la planta baja como en el piso había unas puertas blindadas de esas antiincendios. Era zona de paso del personal, tras ellas, en el primer piso se encontraban los vestuarios, y en la planta baja el pequeño tanatorio y una barrera exterior con una rampa destinada al triste fin; la salida final de los residentes. Esas pesadas puertas se abrían empujando y se cerraban solas más o menos lentamente. Siempre acababan con un portazo: ¡BLONG!
     Desde el día en que ocurrió lo de la mujer fantasma, era habitual que en cualquier momento de la noche, estando donde estuvieran las auxiliares se oyera el ¡BLONG! de la puerta. Si de día también ocurría no podía saberse, ya que continuamente había gente transitando por la escalera, pero por las noches era otra cosa. En la planta baja, el señor que ocupaba la habitación contigua a esa puerta, llamó muchas veces, y se quejó de día a la dirección, de que por la noche una mujer, (que ahora he pasado por alto el detalle de describir), entraba a las tantas por ahí, según él proveniente de la salida a la calle por el tanatorio, y pasaba por su puerta como una exhalación con el correspondiente portazo. El sólo la veía pasar de espaldas, dada la posición de su cama respecto a la puerta, y la llamaba muchas veces pero la mujer seguía su rápido y silencioso camino sin responder.
     La mujer que describía el señor era una auxiliar, la más veterana de todas, que trabajaba allí desde el principio de los tiempos, cuando aquella residencia era hospital y maternidad. Era una especie de gobernanta que reinaba sobre el edificio con la confianza de quien se encuentra dirigiendo su propia casa. Nadie le había dado tal título, pero era indiscutible que el auténtico capitán de aquel viejo barco no era una directora municipal, ni un regidor, ni una jefa de enfermeras, sino ELLA. La llamaremos cariñosamente; y lo digo de corazón por el respeto que me merece, la Señorita Rottenmeyer.
     Aunque es parte importante del asunto hablar sobre ella, nunca creímos que fuese la mujer que decía ver aquel señor de madrugada.

lunes, 29 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 3





     Era una noche de enero. Mi compañera me explicó que haríamos el trabajo juntas y luego, cada una se quedaría de guardia en un pabellón. También me dijo que dado que en “nuestro” pabellón había más llamadas y yo aún no tenía mucha experiencia, sería mejor que me quedara en el A, donde no solía pasar nada. En caso de que una necesitara a la otra, en los respectivos office había un teléfono con intercomunicador. El office del A estaba en el primer piso, y una empinada escalera comunicaba con la cocina grande de abajo. La habitación de descanso del personal de guardia (yo, aquella noche), estaba a su izquierda. Tenía dos grandes ventanas que daban al huerto, un armario empotrado, un sofá-cama y un cuarto de baño.
     Dejé mis cosas sobre el sofá, y juntas hicimos la ronda y trabajamos en la farmacia hasta que, sobre la una de la madrugada, acabamos de preparar los medicamentos de la mañana siguiente y Eugenia me dijo que se iba a descansar, que a las tres y media fuese a buscarla y haríamos la segunda ronda. Subí al piso por la escalera,  que acababa en una especie de recibidor con una puerta que para mí aún constituía un misterio, la de acceso a las habitaciones de la Comunidad. Como velando por ella, en un pedestal en una esquina entre dos sofás y una mesita baja, había una estatua a tamaño natural de una santa con los ojos vueltos al cielo. Pasé por delante sin mirarla, y me dirigí a mi salita de guardia  que se encontraba a medio pasillo, donde estaban la mayor parte de los residentes más autónomos. Oía la tele de los que se habían dormido con ella encendida, ronquidos, algún susurro que identifiqué como una anciana sorda que siempre hablaba sola...
     Lo primero que hice fue ir al baño. La luz de aquel baño, nunca lo olvidaré, era como en las pelis de miedo, un fluorescente que zumbaba y se medio apagaba y encendía en décimas de segundos, lo que pone los nervios de punta a cualquiera que esté haciendo un pis a las tantas de la madrugada.  Bien pensado, o a las doce del mediodía. Cuando estabas sentada, a la izquierda había una pequeña bañera de ésas antiguas con asiento escondida tras una cortina blanca de flores rosas. Nunca supe por qué, pero cada vez, antes de sentarme en la taza, algo me obligaba a descorrer la cortina para poder ver la bañera. Recuerdo haber comentado con más compañeras, mucho más adelante, que a todas les pasaba lo mismo. Daba igual que entrases a lavarte las manos. La cortina siempre la encontrabas echada... y una sensación de que había alguien más allí dentro te invadía. No creo que nunca nadie haya cerrado la puerta de ese baño por ningún motivo por “privado” que fuese. Apagué el dichoso fluorescente, y saqué del armario una almohada y una manta, me arrellané con un libro y un paquete de galletas, y cuando estaba acomodada ví que había dejado la puerta abierta. Me volví a levantar, y la dejé entrecerrada con una cuña de madera que había en el suelo, lo justo para oír pero que no me vieran tumbada los que pudieran pasar por delante. Las persianas de las ventanas estaban abiertas, nadie las había cerrado al caer la noche. Pegué la nariz al cristal, y ví una lluvia fina y silenciosa sobre la negra noche. Me volví a colocar y cogí mi libro. Pronto el sueño empezó a vencerme. Cada vez llovía más fuerte, lo que estaba oyendo era un auténtico aguacero. También estaba muerta de frío. Sentía una corriente de aire helado rozando mi cara. Tenía mucho sueño, pero a la vez pensaba que tendría que levantarme y dar una vuelta para entrar en calor. Entonces, un sonido sobre mi cabeza me hizo saltar y tirar al suelo libro, manta y galletas. El cristal se había abierto, la fuerza de la tormenta y las persianas sin cerrar habían hecho ceder el sencillo pasador. La lluvia y el viento estaban empapando el sofá y el suelo. Como pude, agarré las persianas tirando con todas mis fuerzas y conseguí cerrarlas. Después los cristales. Estaba tiritando y empapada hasta el pelo. Me di la vuelta para comprobar qué más se había mojado, y entonces la vi.
     Era una mujer de edad indefinida. Estaba sentada a los pies del sofá-cama. Y me sonreía. Llevaba un camisón azul claro y el pelo era rubio y liso. Yo no conseguía reaccionar. No me creía lo que estaba viendo, pero debió ser sólo un segundo, tal vez dos, porque esa sonrisa me sacó de la confusión. Era una sonrisa MALA. Como si se burlara de mí. Y sus ojos, ¡Dios mío!, nunca los olvidaré, eran totalmente negros. Entonces empecé a gritar tapándome la cara. Por suerte, aún algo debía funcionar en mi cabeza, algo que me dijo que no cerrara los ojos. Los abrí, y mi primer instinto fue ir hacia el fondo de la habitación, hacia el baño. Al hacerlo, y todo ocurrió muy rápido, vi que ella estaba en pie, con la misma expresión, pero dejaba un resquicio entre el sofá y la puerta por donde pasé como un rayo hasta plantarme en medio del pasillo dando unos alaridos que aún me avergüenzan. Me había sacado los zuecos, y al salir me golpeé los dedos del pie con la puerta atrancada por mí misma. Cuando lo pensé más tarde, tampoco había espacio suficiente para sortear a la mujer, así que imagino que debí empujarla al salir, pero no recuerdo que ella estuviera entre la puerta y yo. Es que ya no estaba cuando salí del maldito cuarto.
     Por el final del interminable pasillo, Eugenia se acercaba a paso rápido repitiendo mi nombre. Pero yo empecé a dar pasos hacia atrás al verla. La mujer del camisón azul caminaba junto a ella. O mejor dicho, flotaba, porque por debajo del camisón no veía piernas ni pies. Me dijeron que todos los residentes estaban mirándonos, pero yo sólo recuerdo estar en medio del porche amenazando con correr hacia la calle y gritando a Eugenia que LA TENIA AL LADO.
     Lo siguiente que recuerdo es el flash que me hizo salir de ese trance. La lluvia. La tormenta. Allí, en el patio delantero, ante la capilla, y con mis pies cubiertos sólo con los calcetines, caí en la cuenta de que no estaba lloviendo. El suelo estaba completamente seco, la noche despejada, y hacía mucho menos frío del que yo había sentido en la habitación de guardia con calefacción central. El resto de la noche la pasé con Eugenia, entre cafés y confesiones sobre secretos de aquel lugar.

jueves, 25 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 2




Al principio me chocaba un poco el sistema de trabajo en la residencia. Se dividía ésta en dos partes, llamados Pabellón A y Pabellón B.
     El pabellón B, donde yo estaba, era el ala izquierda mirando desde la calle. Estaba recién reformado, con ascensor para subir al piso donde se encontraban los residentes asistidos, y en la planta baja, además de habitaciones nuevas, estaban las oficinas y una sala de estar para los ancianos. El personal era alegre y el ambiente relajado.
     La división entre pabellones lo ponía la capilla, con su porche de cemento irregular, sus tres arcos, y la penumbra al otro lado de un gran portón de madera noble indicaba el paso al Pabellón A, la zona antigua y sin reformar desde el año de su construcción. Al entrar, inevitablemente me invadía olor a convento, a enfermería y a cocina. Porque por éste orden, lo primero con lo que te topabas era con una amplia y elegante escalera de mármol que subía a la izquierda, directamente a la comunidad de las Hermanas, con un pasamanos de madera maciza torneado de una belleza sencilla y rotunda. Plantas de interior de grandes hojas oscuras, y a la izquierda del portón un extraño mueble que atraía la atención de cualquiera que lo viera por primera vez. Era una centralita telefónica, de madera, con las clavijas de cobre y accesorios de porcelana, un auténtico tesoro en perfecto estado de conservación. Bajo la escalera, una pequeña y sencilla puertecita con un cristal translúcido daba a los pasadizos y recovecos escondidos del pabellón, y de ahí salía luz del día, ya que comunicaba con el jardín trasero. Al empezar a andar hacia el fondo del pabellón, a izquierda y derecha se encontraban la enfermería y la farmacia, y de ahí provenía el olor a alcohol, insulina, yodo y algo más de fondo, algo no agradable en absoluto. Es justo decir que había también un baño en la puerta contigua. Algunas habitaciones dispuestas al azar,que supe más tarde que inicialmente habían estado destinadas a los hospiciados más poco afortunados. Eran viejas, estropeadas y deprimentes. Camas de hierro oxidadas, cortinas apolilladas y olor a humedad. Las ventanas cerraban mal y entraba el frío de la noche. No estaban numeradas ni nada de eso. Había que saber qué puerta correspondía a una habitación y cuál al cuarto de costura, o a un aseo, o al refectorio de las monjas, que por esos días usaba el personal en general como office, y al estar sentada merendando te daba la impresión de haber dado un salto en el tiempo. Como curiosidad, también se había ofrecido por el ayuntamiento a los servicios del 061 para sus comidas, que se preparaban por las eficientes y magníficas cocineras, las cuales siempre se quejaban por tener que estar todo el día calentando platos o preparando bocadillos para todo el pueblo. Eran otros tiempos, y sólo han pasado doce años, ¡madre mía!
     En un rincón de la cocina, una puerta de no más de un metro y medio de altura bajaba a un sótano. Las cocineras temían ese sótano, porque extraños sonidos salían de ahí, el interruptor de la luz debía ser una antorcha, porque ni se sabía si había, y el suelo estaba cediendo (con gran peligro para una persona que llevara en las manos una gran olla de comida hirviendo, por ejemplo). También había cedido el suelo a lo largo del pasillo principal del pabellón. Unas baldosas estaban levantadas, otras hundidas, muchas rajadas... y los tropezones eran frecuentes, aunque nadie hacía un drama de ello.
     Si me entretengo tanto en contar los detalles de las enormes diferencias estructurales de los dos lados de la residencia, es para que entendáis que éstos se extendían al personal y a los residentes mismos. En el Pabellón A seguían habitando personas con problemática social, sin recursos, y muchos, la mayoría de ellos, desde tiempos inmemoriales. Era su hogar. Las auxiliares también daban la impresión de llevar allí siglos, ejerciendo más de gobernantas de hotel que de otra cosa. Lo mismo podía decirse del personal de cocina, que formaba parte de ese círculo invisible que rodeaba al hospicio original. Ellas seguían nombrando a las monjas como si fuesen a volver cualquier día, circulaban por el piso superior con sigilo, ya guardando ropa de invierno, ya sacando objetos que les hicieran falta, no sé, una lámpara, una cacerola, un televisor para reemplazar otro que se había estropeado. A las auxiliares del Pabellón B nos trataban con algo de despectiva indiferencia, ellas siempre tenían secretitos, rumores y conversaciones privadas que se interrumpían en cuanto nosotras aparecíamos. Era una rivalidad, a fin de cuentas, pero extraña y sin sentido. Nuestros horarios eran diferentes, y ellas, que sólo eran tres en total, dos por la mañana y una por la tarde, estaban exentas de hacer turnos de noche. Por un lado, nos parecía injusto que sin un motivo justificado fuera así, y por otro, lo que nos parecía más injusto era tener que ocuparnos dos personas durante la noche de vigilar la residencia entera, porque cuando estábamos en un pabellón podía declararse un incendio o una tercera Guerra Mundial en el otro sin que nos enterásemos. Además, para nosotras era el Territorio Desconocido, el que sólo pisábamos de noche, cuando las sombras, sonidos y silencios le daban un aire fantasmal que nos sobresaltaba cuando alguien nos llamaba desde uno de los anticuados timbres para pedir una aspirina o una pastilla de dormir. Entonces se producía una situación muy cómica. La “central” de los timbres del Pabellón A estaba en el piso superior, y si por casualidad lo oíamos desde abajo, teníamos que subir e ir al dichoso aparato a descifrar el número de habitación, que como he dicho antes no estaban numeradas en ningún sitio, o sea, que íbamos de puerta en puerta a ver quién tenía una luz encendida o estaba haciendo algún ruido para entrar y preguntar si querían algo o habían llamado al timbre.  Aunque lo normal era que llamasen mientras estábamos en el Pabellón B. Por supuesto, no nos enterábamos, y a la mañana siguiente siempre resultaba que había habido alguna “urgencia” y nadie había acudido, y ahí empezaban las habladurías de que las auxiliares de noche se pasaban el turno durmiendo y no iban al Pabellón A para nada. Y la verdad es que si alguna vez hubo una urgencia real, estaban todos tan pendientes unos de otros que en un segundo ya oíamos el vocerío de residentes llamándonos, no siempre de forma amable, por supuesto.
     Espero haber descrito el cuadro de forma más o menos comprensible.
     En pocas palabras, allí había un micromundo anclado en el pasado, un agujero en el tiempo, y pasabas de uno a otro cuando cruzabas por delante de la capilla y sus tres arcadas desde donde podías contemplar una vista general de la mayor parte del pueblo. Esa era la sensación que tenía yo todos los días, y, sobre todo, por las noches.
     Mi primer turno de noche en la residencia fue una experiencia que jamás olvidaré.

miércoles, 24 de abril de 2013

El fantasma de la residencia 1



                                                          EL BLOG DE ANA

                                                  El fantasma de la residencia cap 1

      Esta historia es totalmente real. Sé que la gente ya no cree nada, y menos en fantasmas, pero hay ciertos lugare s que poseen una extraña fuerza, una fuerza que les ha venido dada por las cosas que han pasado en ellos. Abundan las historias de casas, hospitales y psiquiátricos encantados. Se han llevado al cine, a la literatura, a los cómics... y os aseguro que tienen una verdad en su interior, aunque a fuerza de explotarlos ya se toma estas historias como un tópico que se repite porque el primero funcionó.
       Yo he comprobado de dónde vienen estas narraciones. Nunca hubiera creído que me pudiera pasar a mí, pero al final acabé relacionando los sucesos de la residencia con los argumentos de muchas pelis y libros que todo el mundo conoce, y llegué a la conclusión de que por fuerza, no era sólo producto de la imaginación del autor, sino que realmente hay lugares encantados de los que la gente murmura en voz baja y que al final llegan a convertirse en algo remotamente parecido a la historia original. Investigué un poco, y descubrí mucho.
     
      Antes de pasar a los hechos, os contaré la historia del lugar que hoy se conoce como residencia de ancianos de mi ciudad. Fue en 1947 cuando las historias de siempre en cuanto a candidaturas políticas “obligaron” a construir un hospicio-hospital a las afueras de la ciudad. Separado de ella por una carretera, y como presidiendo una mesa de gala en forma de T mayúscula, donde el palo horizontal sería el hospicio al pie de la carretera, y el vertical la calle principal que cruzaba la ciudad, se levantó un edificio de forma simétrica y de una sola planta.
      El centro era (hoy en día es el único recuerdo que queda en pie), una pequeña capilla con capacidad para unas veinte personas. A la izquierda, la parte usada como hospital para pobres y partos de urgencias, y a la derecha no tengo constancia de cómo estaba distribuido en esos primeros años, ya que una reforma en los años sesenta aproximadamente añadió una planta superior que se convirtió en la zona privada de las monjas de la Caridad, que fueron siempre las encargadas de dirigir el hospital y el hospicio, pero al principio, parece ser que vagabundos y pobres, zona de servicios, cocina y comunidad religiosa compartían ese lado derecho de la casa. El acceso era a través de un porche central con tres arcadas y patio de suelo empedrado, y una hermosa cisterna con un arco de hierro en forma de serpiente sujetando el cubo con su boca abierta. Esa era la entrada al hospicio-hospital, que se ha mantenido en pie hasta nuestros días, y en uso hasta el mes de septiembre de 2007. En la parte de detrás, un patio, una capillita con una virgen y muchas flores. Un gran aljibe lleno de peces. Y un huerto con naranjos, limoneros, granados, higueras, verduras, gallinas ponedoras; todo para el autoabastecimiento, y como no, perros y gatos paseando por doquier. En ese bonito marco fue el lugar donde yo nací, y donde empecé a trabajar como auxiliar de enfermería tras una misteriosa estampida de las Hermanas en el año 2000, después de poner literalmente en las manos del alcalde las llaves de la residencia y dejando hasta las sábanas puestas en sus sencillos catres.
       En un periódico local, fechado el 7 de junio de 1947, se habla de los dos médicos que atendían a los enfermos, y se pone énfasis en “la labor de las Hermanas de la Caridad, de digno encomio, dada la falta de material y condiciones que solo un exquisito cuidado la suple.” Me llamó especialmente la atención otra nota de un periódico local más moderno, que con fecha 23 de octubre de 1982 y sin más explicaciones ni antecedentes, pone en boca de un político del Gobierno de la época los problemas por los que atravesaba el hospital. Entre las causas, también cito textualmente: “La más aparente: la deserción de las monjas, que han tenido que ser sustituídas por ATS, lo cual ha disparado el déficit.” Ahí me quedo de piedra. ¡No fue una, sino dos las veces que las monjas salieron por piernas del antiguo hospital misteriosamente! y ni una sola explicación lógica, ni oficial ni boca a boca. Nadie parece saber nada al respecto...

       Empecé a trabajar como interina en la residencia el 2 de enero del 2001. Llevaba unos seis meses allí, entre las prácticas y después por contrato. Era de las más jóvenes; inexperta, y muchas veces acababa el turno llorando tras una muerte, imprevista o no, o por algún caso que me afectaba profundamente de los muchos que se daban allí a diario. Poco a poco, esas cosas te van curtiendo la piel hasta que llega un día en que ya no sientes nada. Es muy triste.

       2 COMENTARIOS:
       Yuhisa29 2 de octubre 2012 13’45: que pasada de blog!. la verdad es q,és muy misterioso el hecho de q las monjas partieran aunque igual q s habla d la “exquisita labor de las monjas” tanto tú, como yo, conocemos anecdotas de toda clase...también la sonada frase de “cuando las monjas estaban no pasaba esto”...... por algo sería, ahí lo dejo caer XD Ana 2 de octubre 2012 15’03:
        ¡Hola Yuhisa! Gracias por seguir mi blog! Es que me da la impresión de que desde llegué yo empezaron las cosas “raras”. XD

martes, 23 de abril de 2013

María 6 (FIN)




 Mi hijo nació en otoño. Fue una noche larga. El dolor parecía no tener fin. Al salir el sol, el llanto de mi pequeño acabó con mi sufrimiento, y quedó olvidado al tener en mis brazos a aquel dulce ser, que había sido mi pecado y mi salvación por igual. Al estar viviendo en una comunidad religiosa, no puede evitar que las monjas se lo llevaran a bautizar de inmediato, en el primer oficio religioso. Me lo devolvieron, embelesadas y sonrientes, diciéndome que le habían puesto el nombre del capellán, Antoni. Me sorprendí riendo con ellas. Yo tampoco había pensado en ningún nombre para él, así que Antoni era tan bueno como cualquier otro.
     Pasó un tiempo dulce, trabajando en aquel ambiente tranquilo y religioso, y viendo crecer a mi hijo, alegre y sano, que en cuanto aprendió a caminar correteaba a sus anchas por toda la casa, siempre rodeado de personas que no podían resistirse a sus encantos. Un rato estaba en la cocina trasteando entre mis piernas. Al cabo de una hora, lo llamaba y me respondía con su voz infantil desde el gallinero, donde iba con el señor Francisco a recoger los huevos para la cena. A veces pasaba por delante de la ventana cogido de una mano a la Madre Superiora, y llevando en la otra un ramo de flores para adornar la capilla. Aquel hospicio, tan temido cuando llegué sola y perdida, se había convertido en el hogar más cálido y acogedor del mundo para los dos. No podía imaginar mayor felicidad.
     
     He despertado de un hermoso sueño. Alguien se ha sentado sobre mi cama.  Una mujer de pijama blanco. Ahora son muchas trabajando para las Hermanas. Nadie me ve, nadie repara en mi presencia. Estoy enfadada, no quiero que me saquen de mi sueño. Fuera hay tormenta. Llueve. Relámpagos y truenos, como aquella noche...
     -”¿Por qué me despiertas? ¿Por qué me molestas? ¿No ves que despierta sufro?”
     No me oye, no me ve. Se levanta de mi cama y mira la noche de lluvia. Se da la vuelta. Ahora me ha visto, grita y sale corriendo. Siempre lo mismo. Salgo al pasillo y vuelvo a vagar por la casa. Busco a Antoni, pero no está. Se fue tras su padre. A Perpignan. Sé que está allí, pero cuando voy a buscarle, sólo me encuentro con mi antigua familia. Mis niños. Rose sufre. Me llama en la oscuridad. Antoni es su hermano, y quiere estar a su lado, protegerla. El monstruo ahora entra en la cama de mi pequeña Rose. Le hace lo mismo que me hizo a mí.
     No puedo consentirlo. Me siento frente al monstruo; en mi estado actual ya no le temo. Me atrevo incluso a hablarle mirándole a los ojos. Pero él se tapa la cara, corre, huye de mí. De nada le servirá. Debo cuidar a la niña.
     He descubierto que en mi estado, el tiempo y el espacio no pasan para mí. En lo que tarda un pestañeo, puedo ir de Perpignan al hospicio. No encuentro a Antoni, no recuerdo cuando lo perdí. Fue al otro lado, pero algo me impide recordarlo.
     Finalmente, el monstruo se suicidó, después de matar a la señora Anne. Lo ví todo. Estuve allí. El sabía que yo estaba allí. Lloraba y se arrepentía, al fin. Los niños habían crecido y se habían marchado. Yo sólo iba a arroparlos y besarlos de noche, cuando dormían, para no asustarlos. Pero al irse de aquella casa, me quedé con ellos. Con Charles y Anne. Por su culpa estoy así. Tanto dolor, tanta pena. Al final lo comprendieron, y sus almas se queman en el infierno.
     Un día, después de mucho pensar, me decidí a enviar una carta a la señora Anne. Quería saber noticias de los pequeños Rose y Fabien, y que supieran que yo estaba bien, enviarles muchos besos, y una foto de mi hijo. No recibí respuesta.
     Pasaron unos meses. Antoni ya había cumplido tres años. Una noche, al ir a acostarlo, me dijo que había venido un señor de visita, y que había adivinado su nombre. Fue a coger algo del bolsillo del pantalón que yo le había sacado para ponerle su camisa de dormir. Me enseñó un soldadito de plomo, y me dijo que el señor se lo había regalado. Al verlo, el corazón se me paró. El soldadito era igual a los que se vendían para coleccionar en el estanco de Perpignan, el del matrimonio Gérard.
     Le pregunté a Antoni cómo era ese señor. Me dijo, ya bostezando, que grande, muy grande, y que hablaba “mal”. Me quedé al lado de mi hijo hasta que se durmió, no se me había ocurrido en ningún momento que al enviar la carta y dar noticias de nosotros, “él” podría venir hasta aquí. No, no lo había pensado. Sólo pensé en Rose y Fabien, y en la señora. A él lo había borrado de mi pensamiento. Pero Antoni era su hijo. Dios mío, ¿qué había hecho?.Me acosté, apagué la luz, y me dormí intranquila, pensando en averigüar al día siguiente algo sobre el visitante y su paradero, mientras una gran tormenta azotaba la casa. Por suerte, el niño dormía profundamente y no la oyó.
     Eran exactamente las tres de la madrugada cuando el viento aulló por la ventana abierta. Me desperté sobresaltada, miré el reloj de la mesilla, y di un salto para cerrar. El agua entraba con violencia. En la penumbra vi el bulto de Antoni dormido, y me acerqué a ver si estaba bien tapado. Era extraño que el portazo no le hubiera despertado. Al asomarme a su camita, vi que el bulto no era él, sino la almohada bajo las mantas. Encendí la luz, y no comprendí al principio...
     El niño no estaba. Lo llamé, entré en el baño, pero la luz estaba apagada. Salí al pasillo gritando, en busca de las monjas, que salieron alarmadas. En pocos minutos todos los residentes del hospicio buscaban a Antoni. Le llamábamos, abríamos puertas, y entonces, un grito me heló la sangre.
    Me contenían para que no saliera. Estaban en el patio, todos bajo la tormenta. Se asomaban a la gran alberca que servía para regar el huerto, donde mi niño pasaba tantos ratos, sujeta su ropa por mi mano, dando trocitos de pan a los peces blancos y naranjas. No pudieron contenerme. Subí el escalón y allí estaba, flotando boca abajo. Lo último que recuerdo es una masa informe de peces agitados y hambrientos soltando su cuerpo al tiempo que yo tiraba de él y lo abrazaba para protegerlo de la lluvia que nos empapaba. Tras eso, la oscuridad. El silencio y los gritos. Cuando nadie me vio, fui a la farmacia contigua a mi habitación, me tomé todos los medicamentos que estuvieron a mi alcance, me volví a acostar; y me dormí, me dormí con la esperanza de reunirme con Antoni.
     Desde entonces lo busco.
     Un día, una señora que estaba moribunda llamó mi atención. Me acerqué a su cama, y comprendí que en ese estado ella podía verme, y no me tenía miedo. Me sonrió, y me dijo en susurros que me recordaba cada día, que recordaba a mi pequeño. Me hizo una señal leve con su mano para que me acercara más. Me senté muy cerca de su cara, y me dijo que había visto a mi niño. Ella le había preguntado que dónde iba, y él le respondió que a ver al hombre malo que lo había sacado a la tormenta. Le dí las gracias, la besé en la frente, y comprendí que Antoni había seguido a su asesino, su propio padre, hasta Perpignan. Así empecé a vagar con sólo un pestañeo de uno a otro lugar.
     Y me reencontré con Rose, que ya es una mujer, y con su hija Michelle. Ella ve a Antoni. Quizás puedan ayudarnos a volver a estar juntos. Lo esperaré en casa, durmiendo en nuestra antigua habitación.

                                                            FIN
     

lunes, 22 de abril de 2013

María 5


   
 Y pronto comprendí que aquellos niños eran más míos que de nadie. La madre, cegada por su propio dolor, no soportaba sus juegos, sus gritos ni sus llantos. Se pasaba el día en el estanco, donde fingía alegría con los clientes, o en sus tareas humanitarias con otras mujeres de su posición social. Entre todas ellas, Rose era la más admirada por haber salvado de la muerte o, aún peor, de un campo de refugiados a una fugitiva de la Guerra Civil Española. Por haberla acogido en su casa y haberle proporcionado un trabajo. Por supuesto, yo no cobraba sueldo. Tenía techo, comida y una vida nueva. A mí tampoco se me hubiera pasado por la cabeza pedir nada.
     Y así pasaron once años. Un día, de pronto, todo cambió.
     No pensé que pudiera estar embarazada hasta que lo dijo ella. Yo jamás miraba mi cuerpo, que según la temporada, engordaba o se afilaba. A veces, Charles se olvidaba un tiempo de mí. Siempre imaginé que alguna otra lo tenía entretenido cuando, de repente, dejaba de venir a mi cama por las noches durante meses. En ese tiempo, yo comía más y ganaba algunos kilos, que perdía rápidamente en cuanto los abusos a los que me sometía el señor volvían a reanudarse.
     Un día, Anne entró en mi cuarto mientras me vestía y se quedó mirándome. Tiró de mi falda hacia abajo, y puso su mano en mi vientre, que ya empezaba a abultarse. Creo que lo comprendimos las dos a la vez. Rompí a llorar, mientras ella se dejaba caer sobre mi cama. Me dijo que me callase, que no la dejaba pensar. Salió de mi habitación,y desde la puerta me ordenó que empezara a recoger mis cosas y preparara a los niños para salir. Al cabo de unos minutos, entró con una pequeña maleta de viaje, la tiró sobre mi cama y salió otra vez sin mirarme. No había pasado una hora cuando bajamos y le dijo alegremente a su marido desde la puerta que nos íbamos a visitar a una amiga, y que estaríamos de vuelta antes de anochecer. Yo la seguía en silencio, empujando el cochecito de Fabien y con Rose saltando a mi lado. Anne llevaba la maleta con las pocas cosas que había podido meter en ella.
     Dejamos a los pequeños en casa de una amiga de la señora. Les besé mil veces antes de que salieran a recibirlos. En cuanto enfilamos calle arriba hacia la estación, las lágrimas corrían por mis mejillas sin poder ni querer evitarlo. La señora me compró un billete para Barcelona. Me preguntó si era allí donde pensaba quedarme. Le respondí que no, que suponía que mejor ir a mi isla. Ella se volvió a acercar a la ventanilla, habló con el vendedor, y luego, mirando alrededor, me empujó un poco para que no la vieran, y sacó un fajo de billetes. Me los puso en las manos, y me dijo que al llegar a Barcelona yo ya tendría que arreglármelas, que aquel dinero era un pago por mis servicios y que esperaba que lo administrase bien.
     Anne empezó a dar media vuelta, pero yo la cogí por el brazo y la retuve. Le rogé que cuidara muy bien a “mis niños”, que fuera cariñosa, y que no dejara que me olvidasen. Le di las gracias por su bondad conmigo y por aquellos años. No sabía qué más decir, las palabras me fallaban, y su mirada fría y desdeñosa me obligaba a seguir farfullando como un condenado ante su verdugo pidiendo clemencia. Ella intentó volver a soltarse de mí, y yo perdí los nervios. Lloré, y le supliqué que no me alejara de sus hijos, que yo no quería irme a España. A lo lejos silbó un tren que se acercaba. Anne a su vez me cogió la mano y me clavó las uñas.
     -Ahí llega el tren. Vete, vete y no vuelvas jamás.- Y soltándose de mi mano, me dio la espalda y se alejó a paso rápido, sin volverse a mirar atrás.
     Seguí llorando hasta que el sueño y el traqueteo del tren me adormecieron. Casi no recuerdo nada de aquel viaje. Pisé suelo español por primera vez en once años, y al principio no podía expresarme en mi propio idioma. Hacía tanto que no lo hablaba que hasta había dejado de pensar en español. Recuerdo el barco que me trajo hasta aquí. La larga travesía de noche, el olor del mar. Desembarqué ya por la mañana en el puerto de Palma, y anduve vagando por las calles todo el día. Sabía cuál era mi destino, y dónde debía dirigirme a continuación. Así que mis pasos me llevaron de nuevo a una estación de tren. Llegué a mi pueblo, aquel pueblo que me había desterrado tantos años antes, y las lágrimas, esta vez por el recuerdo de la guerra y de mis familiares perdidos, volvieron a enfriar mi rostro. Estaba ardiendo, debía tener fiebre. El hospicio se encontraba allí. Al final de la larga avenida, en dirección a la carretera, como un vigilante que advirtiera a los habitantes el hogar que les esperaba si se salían de las normas de la sociedad. Allí, una prima lejana era la Madre Superiora que dirigía el asilo, y el lugar dónde yo esperaba quedarme, si mi prima se compadecía de mí. No tenía otro sitio a dónde ir, ni sabía con seguridad si ella seguiría ejerciendo ese cargo después de tantos años y las cosas que habían ocurrido. Pero en la Isla de la Calma nunca cambia nada. Todo permanece, todo se repite.
     Mi prima me recibió al principio con alegría, me dijo que todos creían que habría muerto en algún campo de refugiados francés, y estaba feliz de verme de vuelta, y ofreciéndome una habitación a cambio de trabajar allí. Pero cuando llegamos al punto en que tuve que confesarle mi estado, su rostro se transformó. Me dijo que debía pensar, por el bien de la Comunidad, el suyo, y el mío propio. Aquello no me sonó nada bien. Me acompañó a una habitación en el piso superior,  me ofreció que me instalara y que no saliera hasta que ella volviese después de hablar con el capellán del asilo. Lo siguiente que recuerdo es muy confuso. Sé que estaba enferma, por el agotamiento y mi estado, y la fiebre me alejaba y acercaba a la realidad en olas confusas de rostros y voces. Monjas vestidas de azul que me daban de comer, me ayudaban a ir al baño, y rezaban conmigo. No recuerdo cuanto tiempo pasó, quizá un mes, quizá fue más. Un día, mi prima entró en la habitación, y me encontró vestida y contemplando el huerto que abastecía de verduras y frutas al lugar.. Se acercaba verano.
     Me indicó que me sentara a su lado, y me contó lo que habían planeado de acuerdo con el capellán. Me haría pasar por una francesa (no podía recuperar mi acento español, y muchas palabras se me habían olvidado y sólo me salían en francés) que había enviudado estando embarazada, sin familia ni medios para volver a mi país. No debía dar más explicaciones. Mi hijo y yo podríamos quedarnos así en el hospicio. Yo trabajaría en la cocina y la lavandería.
     Al oír esto, me tiré al cuello de la Madre Superiora riendo y llorando a la vez. Ella me sonreía. Le di las gracias y ella sólo me pidió discreción, y que rezara con ellas, las Hermanas, por mi salvación y la del hijo que llevaba en mi vientre. Así lo hice a partir de aquel día. Totalmente recuperada, me dediqué a trabajar en todo lo que se me ordenaba, asistía a los oficios en el banco de atrás y rezaba mucho. También me ofrecí a cuidar por las noches a los enfermos graves que llevaban allí recogidos de la calle, y que a veces sólo habían esperado un lecho para morir bajo nuestros cuidados y las oraciones que les proporcionábamos, si no por sus tristes vidas, por sus almas que se escapaban sin remedio.



sábado, 20 de abril de 2013

María 4





Caí sobre un colchón de trigo. Al principio no quería moverme, no quería saber cuántos huesos podía haberme roto, pero sólo notaba los rasguños en la piel de las piedras más grandes. Los soldados sabían lo que hacían. Había pagado un precio, sí, pero seguía viva. Me levanté lentamente y me sacudí. En algún punto del viaje había perdido mi equipaje, la poca ropa que llevaba en un pañuelo de cruadros atado por las puntas. Y el dinero... se lo había dado al soldado francés. No tenía nada. A lo lejos oía el tren. Decidí seguir las vías. Caminé todo el día. Las suelas de mis zapatos estaban ya tan gastadas que tenía los pies ensangrentados de ampollas además de helados. Al caer la noche, al otro lado de la vía distinguí un sendero, y unos cientos de metros más adelante, el sendero se convirtió en camino. Así llegué a Perpignan, sucia, muerta de frío y de hambre, y vagué por las calles hasta encontrar un portal donde cobijarme. Me arrinconé todo lo que pude, y me dormí. No sé cuánto tiempo pasó. Abrí los ojos al llegarme el olor a tabaco de una pipa, y ví a un hombre corpulento que me miraba fijamente. La puerta del local estaba abierta y ví que se trataba de un estanco; el hombre estiró la mano que sujetaba la puerta y me la tendió. Me levanté como pude. Me hablaba en francés. Le dije que no le entendía, y él me hizo un gesto para que le siguiera. Sólo fueron unos pasos. Cerró con llave el estanco, y me señaló una puerta abierta a la derecha. Por allí subimos a una vivienda decorada con lujo. Estaba caldeada y olía a comida.
     Aún faltaban dos años para que los habitantes de Perpignan vieran con horror la marea de españoles huidos que desfilaban por sus calles, mientras ellos se defendían de aquel “ataque”sin armas cerrando a cal y canto sus casas, insultando y apedreando por el miedo a verse desbordados. Aún, una mujer sola, desamparada y desnutrida era objeto de la compasión de aquellos tranquilos franceses de la costa. Aún no sabían lo que estaba por venir. Eso me salvó.
     El matrimonio me acogió como sirvienta primero, y más tarde fui niñera de los pequeños Rose y Fabien cuando llegaron al mundo. Y mi vida pasó a ser aquella. Aprendí el idioma con libros que Charles me proporcionó, y con su ayuda. La señora, tras los partos, se fue volviendo arisca y malhumorada. Ella sabía adónde iba su marido por la noche, cuando en lugar de a su propio dormitorio se dirigía a otro. Al mío. Desde el embarazo de la pequeña Rose, cuando, supuse, ella le negó lo que él vino a buscar bajo mis sábanas, con el poder que le otorgaba el saber que posiblemente le debía la vida. Ese era el secreto del hogar de la familia Gérard.